POR ALFREDO MATEO (Kusiya Producciones)
Una reunión de asuntos criollos
EN EL PAGO ENTRERRIANO NACI DONDE ALEGRE FLORECE EL CEIBAL, Y EN MI INFANCIA DE GAUCHO APRENDI, A ESCUCHAR DESDE NIÑO, LA VOZ DEL ZORZAL.
Rastreando la huella de los cantos perdidos por el viento, llegue al país entrerriano. Sin calendario y con la sola brújula de mi corazón, me tope con un ancho río, con bermejo barranco gredoso, con restingas bravas y pequeñas barcas azules. Mas allá las islas, los sarandisales, los aromos, refugios de matreros y serpientes, solar de haciendas chucaras. Lazo puñal. Silencio. Discrecion.Me adentre en ese continente de gauchos, y llegue a Cuchilla Redonda., desde Concepción del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto Almada. Y días después-hacen mas de treinta años- cruce por Escriña, Urdinarrain . Y fui a parar a Rosario del Tala.
Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con mas tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin miedo o sin pecado.
Al filo de la noche, penetre en la ciudad. La luz de las ventanas apuñalaba la calle. Algunos jinetes pasaban al galope, busque el mercado y entre a un puesto de carne.
Almada me había indicado a un hombre allí, don Cipriano Vila. Era un gaucho alto, fornido, medio rubión, de bigote entrecano. Había un grupo de hombres rodeando una pequeña mesa, paisanos y amigos de Vila. Bebían lucera y charlaban en voz baja, yo salude y me arrincone cerca de la mesa, nadie me miro dos veces. Hay un acuerdo tácito. Un entendimiento. Una voz de adentro que hace callar, y esperar y prudenciar. Y todo forastero debe conocer este código. Sobre todo si se es paisano. Ya no había clientes, y yo no compraba carne. Don Vila cerró su puesto, quitose el delantal y se me acerco.
- ¿como le va amigo…?
- bien, señor - le conteste.
El hombre sirvió un vaso de lucera y me lo ofreció. Bebí un poco y mire al dueño del puesto con gesto cordial. Al rato, don Vila , sabia quien era yo. Pocas palabras bastaron. Cerca del río Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instale. Era un rancho típico, torteado de barro y cueros contra la humedad, en plena selva Entrerriana. Un año redondo pase en ese lugar. Salia a los caminos, recorría leguas, desde Lucas Gonzáles hasta la legendaria selva de Montiel. Asistía a las carreras cuadreras de Sauce Sud. A las yerras de puente Quemado, dejaba velas encendidas en el rincón de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del lugar. Y siempre retornaba a mi rancho junto al río.
Don Cipriano Vila era de una sola palabra, como la mayoría de los entrerrianos. Un día me dijo –aquí le traigo un amigo. Confíe en el. Y me presentó a don Climaco Acosta. Estos dos hombres se ganaron un monumento en mi corazón.
HERMOSA TIERRA ENTRERRIANA, SIMBOLO DE REBELDÍA, VAS CURANDO EL ALMA MÍA, CON EL SOL DE TUS MAÑANAS.
Hasta la próxima, y que nos vaya bien a todos, paisanos.
Rastreando la huella de los cantos perdidos por el viento, llegue al país entrerriano. Sin calendario y con la sola brújula de mi corazón, me tope con un ancho río, con bermejo barranco gredoso, con restingas bravas y pequeñas barcas azules. Mas allá las islas, los sarandisales, los aromos, refugios de matreros y serpientes, solar de haciendas chucaras. Lazo puñal. Silencio. Discrecion.Me adentre en ese continente de gauchos, y llegue a Cuchilla Redonda., desde Concepción del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto Almada. Y días después-hacen mas de treinta años- cruce por Escriña, Urdinarrain . Y fui a parar a Rosario del Tala.
Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con mas tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin miedo o sin pecado.
Al filo de la noche, penetre en la ciudad. La luz de las ventanas apuñalaba la calle. Algunos jinetes pasaban al galope, busque el mercado y entre a un puesto de carne.
Almada me había indicado a un hombre allí, don Cipriano Vila. Era un gaucho alto, fornido, medio rubión, de bigote entrecano. Había un grupo de hombres rodeando una pequeña mesa, paisanos y amigos de Vila. Bebían lucera y charlaban en voz baja, yo salude y me arrincone cerca de la mesa, nadie me miro dos veces. Hay un acuerdo tácito. Un entendimiento. Una voz de adentro que hace callar, y esperar y prudenciar. Y todo forastero debe conocer este código. Sobre todo si se es paisano. Ya no había clientes, y yo no compraba carne. Don Vila cerró su puesto, quitose el delantal y se me acerco.
- ¿como le va amigo…?
- bien, señor - le conteste.
El hombre sirvió un vaso de lucera y me lo ofreció. Bebí un poco y mire al dueño del puesto con gesto cordial. Al rato, don Vila , sabia quien era yo. Pocas palabras bastaron. Cerca del río Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instale. Era un rancho típico, torteado de barro y cueros contra la humedad, en plena selva Entrerriana. Un año redondo pase en ese lugar. Salia a los caminos, recorría leguas, desde Lucas Gonzáles hasta la legendaria selva de Montiel. Asistía a las carreras cuadreras de Sauce Sud. A las yerras de puente Quemado, dejaba velas encendidas en el rincón de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del lugar. Y siempre retornaba a mi rancho junto al río.
Don Cipriano Vila era de una sola palabra, como la mayoría de los entrerrianos. Un día me dijo –aquí le traigo un amigo. Confíe en el. Y me presentó a don Climaco Acosta. Estos dos hombres se ganaron un monumento en mi corazón.
HERMOSA TIERRA ENTRERRIANA, SIMBOLO DE REBELDÍA, VAS CURANDO EL ALMA MÍA, CON EL SOL DE TUS MAÑANAS.
Hasta la próxima, y que nos vaya bien a todos, paisanos.
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